Joaquín Leguina nunca fue un político al uso, ni siquiera cuando era presidente de la Comunidad de Madrid con el P.S.O.E. Residente en Chile durante el golpe de Pinochet, estaba curado de espantos y siempre fue políticamente incorrecto. Otros tiempos, otros políticos.
Lean lo que escribe hoy en EL MUNDO:
"Nos tratan como si fuéramos idiotas", se oye decir con harta frecuencia a muchos electores refiriéndose a los discursos y propuestas de los distintos candidatos en estas vísperas electorales. Tengo la convicción de que esa sensación degradante para la ciudadanía -tomarnos por idiotas- responde a una realidad innegable. Pero, ¿por qué nos tratan como si fuéramos idiotas?
Quizá porque somos idiotas. No conviene rechazar a priori esta hipótesis y mucho menos con un argumento tan políticamente correcto y tan comercial como ése según el cual el cliente (el ciudadano) siempre tiene razón, sentencia que, como cualquier tendero sabe, es una solemne tontería.
Antes de seguir, creo que vienen al pelo algunas precisiones acerca de el pueblo. Por ejemplo, la imposibilidad de que la democracia sea, en sentido estricto, el gobierno del pueblo. ¿Por qué? Porque el pueblo es una ficción, aunque, como escribió Edmund Morgan, "el gobierno siempre ha exigido ficciones". La ficción de que el rey es divino, la ficción de que no puede equivocarse o la ficción de que la voz del pueblo es la voz de Dios.
El pueblo se construye mediante la movilización de masas, pero esas movilizaciones (nacionalistas, peronistas, comunistas, fascistas...) son obra y espejo de sus creadores y, en todo caso, son un peligro para la convivencia pacífica.
La creencia de que el pueblo soberano ("la gente decente", dirían los de Podemos) es intrínsecamente bueno se remonta, como señalaba Morgan, a la Edad Media y no deja de ser un mito. ¿Podría el pueblo gobernar directamente? Evidentemente, no, porque es imposible construir una noción practicable de eso que se llama voluntad general. Sólo es viable la democracia representativa, pero no es una solución perfecta. Al contrario, está plagada de defectos.
Pero volvamos a las próximas elecciones. Quienes sostienen con gran convicción y sin desmayo que el votante medio es un ser intelectual y moralmente tarado (o en términos menos duros, es un tanto olvidadizo y distraído) son los -así llamados- asesores electorales, también conocidos como cuidadores de imagen. Su desprecio por cualquier pensamiento complejo y, en el fondo, por la política entendida como una conjunción de ideas y de acción, queda demostrada si leemos algunas de sus recetas para ganar un debate televisivo. Helas aquí:
1. Usted debe saber que la gente no ve los debates políticos porque le guste la política, sino porque le gusta la televisión. No se ande, pues, con argumentos complejos: ¡simplifique! Nunca plantee un argumento lógico de más de dos pasos. Durante el segundo paso, la mayor parte de los espectadores se habrá ido al váter.
2. No intente convencer a su contrincante, éste nunca le va a dar la razón. Por su parte, usted no debe contestar las preguntas que le haga su contrincante, ni los periodistas... ni nadie.
3. Usted sólo debe discutir de lo indiscutible. Por lo tanto, el mejor mensaje es el tautológico: dos es igual a dos. No intente explicar por qué dos más dos son cuatro. Un debate lo gana quien consigue que se hable de lo que a él le interesa.
4. Nunca se enfrente al moderador. Los espectadores siempre se identifican con él.
5. Sosiego. No se crispe. Usted está en el salón-comedor del futuro votante: no le amargue la cena. Tenga en cuenta que a la confianza sólo se llega a través del optimismo.
Prepárese, pues, querido lector, para asistir frente al televisor a diálogos políticos como aquel tan renombrado:
- "¿Adónde vas?"
- "Manzanas traigo".
Éste suele ser el modelo y el tono que se adueñan de los debates televisivos: formales, pactados, encajonados, discretos, educados y sin chicha. Claro que peores son esos debates sabatinos en las televisiones llamadas generalistas (se llamarán así, supongo, porque allí se habla de todo, aunque se hable mucho más de los avatares de alto contenido intelectual en los que navega la Belén Esteban de turno).
En esas justas sabatinas los contendientes se quitan la palabra, se interrumpen, se llenan de lugares comunes y, lo peor, exhiben ideologías simplificadoras dedicadas, en muchos casos, a descalificar al prójimo y a destruir vidas y haciendas. Fue en estos debates tumultuarios donde nació Podemos, y donde yo espero que muera.
Me temo que en lo tocante a debates habremos de elegir entre el cólera y la peste.
Lo que sí aman los asesores electorales es la publicidad, cuyo objetivo es atraer la atención mediante imágenes y palabras (pocas). Disciplina ésta que ha invadido nuestra vida, habiendo conquistado hace ya tiempo los medios de comunicación, especialmente la televisión, y no me estoy refiriendo al bombardeo inclemente de anuncios comerciales (spots) sino a la comunicación misma, a los contenidos y discursos que nos llegan desde todos los medios. En realidad, no hay diferencia alguna entre un eslogan (término publicitario) y un titular (término periodístico), pero el titular contradice la comunicación, entendida ésta como la transmisión de conocimientos acerca del mundo. Al no requerir una especial atención del lector, el titular se mueve en el magma pegajoso y expansivo de la trivialidad.
Si el logos político ha decaído, ¿qué nos queda? La imagen. Estamos ante el dogma moderno de la publicidad: "una imagen vale más que mil palabras". Cosa que se afirma con gran desparpajo introduciendo, de rondón, el mensaje de que las palabras no pueden contener imágenes, pero, ¿hay o no imágenes en las palabras? Sí, las hay, mas para verlas es preciso imaginarlas. Un esfuerzo que no parecen estar dispuestos a permitirnos los forofos de la imagen, para quienes, probablemente, Las Meninas de Velázquez sea sólo una foto de familia hecha en el Alcázar de Madrid mientras un tipo estaba allí pintando.
Permítame, amable lector, que ilustre esta historia con una anécdota personal. Comiendo con unos amigos (gente ilustrada) el día 2 de mayo, que es fiesta en Madrid, pregunté a los reunidos su opinión sobre "las diversas ofertas electorales" que se presentan para cubrir los escaños de la Asamblea madrileña.
Pues bien, me dieron una soberbia lección sobre los caracteres psicológicos, los modos de expresión y hasta las vestimentas de los candidatos, pero ni una sola indicación acerca de sus programas políticos. De esta guisa, Cristina Cifuentes era "simpática y guapa"; Ángel Gabilondo, "ilustrado aunque parece hablar desde un púlpito"; García Montero resultaba "culto, pero lejano y frío". Sobre López, candidato de Podemos, nadie tuvo opinión, y lo mismo ocurrió con Aguado, candidato de Ciudadanos. Pero, eso sí, todos los comensales se explayaron acerca de las características personales de Pablo Iglesias y de Albert Rivera, que no se presentan a las elecciones. De esto último deduje que se votará a esas nuevas marcas y no a sus representantes ni a sus programas.
De aquella conversación, que creo fue bastante representativa, se puede sacar la conclusión siguiente: idiotas no lo seremos en el sentido psiquiátrico, pero en el sentido griego (idiota: quien se desentiende de la cosa pública) sí que lo somos, pues, al parecer, interesan más las categorías que usa la publicidad ("guapa", "culto", "frío", "simpático") que la política propiamente dicha.
A pesar de todo, propendo a pensar que la complejidad que encierra la condición humana no se deja reducir tan fácilmente como los publicistas piensan. La prueba está en que la mayoría del público ve y denuncia las costuras del traje mediático cuya característica más común es la falta de substancia. En cualquier caso, quiero pensar que el marketing político no podrá sustituir eternamente a la política tal como ésta se ha entendido desde Pericles.
Cuando, en 1940, un hombre rechoncho y maduro, con cara de bulldog, que además fumaba en público gruesos habanos, prometió a sus conciudadanos británicos "sangre, sudor y lágrimas" no estaba haciendo publicidad ni construyendo una imagen amable de sí mismo. Hacía política. Una política que sirvió para que la democracia sobreviviera en Europa. JOAQUÍN LEGUINA