Ante la carencia de estudios realizados por los eminentes técnicos en economía -será que su simpleza desprestigia otras sesudas elucubraciones macroeconómicas interplanetarias- acerca del aumento desproporcionado de la carestía en la alimentación y su incidencia sobre las clases menos pudientes, el más lerdo es testigo de como la vida cada día es más cara para los currantes y más barata para los ricos.
Si bien es cierto que gracias -o por culpa- de la barata mano de obra oriental, los artículos electrónicos y de vestir están al alcance prácticamente de cualquiera, aquéllos, que además de ser vitales, nos proporcionarían diario placer, léase alimentos de calidad, son cada día más costosos de adquirir por parte de las clases más populares. Productos frescos tales como carne, pescado, verduras y fruta fresca, se han convertido en los últimos años en artículos de lujo para jubilados y trabajadores mileuristas, o sea, la inmensa mayoría de la población española. Si a la actual crisis, además, televisión mediante, de la desnutrición intelectual, le sumamos la obligación de la ingesta de alimentos basura, el panorama de los españolitos de a pie, no puede presentarse más desolador.
Cuando los ingredientes de un popular cocido o de una familiar paella se convierten en objetos oscuros de deseo, cuando las chuletas y las gambas pasan a formar parte del imaginario popular y las generaciones más jóvenes corren el riesgo de desconocer los asados de cordero, estamos perdiendo las huellas de nuestra memoria secular y acercándonos a pasos agigantados, eso sí, dentro de la denominada "globalidad", a la cultura yanqui que ciertos estamentos tan concienzuda y minuciosamente nos están inoculando.
Si a todo esto, y siempre para mantenernos ante el televisor y eliminar los últimos vestigios de cultura greco-romana, le añadimos la carga de impuestos a que han sido sometidos espectáculos culturales, tabaco, hostelería en general y cualquier otra manifestación sospechosa de disidencia, el panorama resulta tan atractivo como unas vacaciones en algún campo de trabajo siberiano de la extinta Unión Soviética.
Eso si, siempre nos quedará el consuelo de que lo han hecho en nombre de nuestra salud y la ecología.